DOI: https://doi.org/10.25058/20112742.168

Chinua Achebe

En el otoño de 1974 caminaba desde el Departamento de Inglés de la Universidad de Massachusetts hasta un parqueadero. Era una linda mañana de otoño que me animaba a ser amistoso con los extraños que encontraba. Jóvenes vigorosos se afanaban en todas las direcciones; era obvio que muchos de ellos eran estudiantes de primeros semestres en sus arrebatos iniciales de entusiasmo. Un hombre mayor
que iba en la misma dirección que la mía se volvió hacia mí y me señaló que cada vez eran más jóvenes. Estuve de acuerdo. Luego me preguntó si yo también era estudiante. Le dije que no, que era profesor. ¿Qué enseñaba? Literatura africana. Dijo que eso era gracioso porque conocía un tipo que también enseñaba la misma cosa o, quizás, historia africana en una universidad cercana. Siempre lo sorprendía, continuó diciendo, porque nunca había pensado que África tuviera ese tipo de cosas, usted sabe. Para entonces yo estaba caminando mucho más rápido. Oh, bueno, lo oí diciendo finalmente, detrás de mí: «Supongo que debo tomar su curso para enterarme».