DOI: https://doi.org/10.25058/20112742.440

Mark Driscoll

Hace unos meses vino a verme una estudiante de postgrado para hablar sobre su parte en estudios postcoloniales para sus exámenes de Ph.D. Hablando sobre las maneras como el pasado colonial japonés sigue afectando la vida cotidiana en Corea del Sur, ella mencionó que: «eso es lo que Hardt y Negri llaman la colonialidad del poder». Desconcertado, dije que ella debía haber omitido una cita o dos y la reprendí con sutileza diciéndole que la «colonialidad del poder» era una expresión que los intelectuales post-eurocéntricos no identificarían con la teoría europea a la que se adhería Antonio Negri, sino con intelectuales latinoamericanos, como el peruano Aníbal Quijano, el mexicano Enrique Dussel y el argentino Walter Mignolo. Con sorpresa me vi indignado, explicando que mucha parte de la obra previa de Hardt y Negri –a su modo historicista de «identificar la tendencia»— por lo general se oponía a la insistencia de esos subalternistas latinoamericanos en lo que respecta a que el pasado colonial sigue impactando aspectos cruciales de nuestro presente contemporáneo, aunque en el nuevo terreno político de la política democrática y las instituciones pluralistas. Preguntándome cómo había hecho ella una conexión como esa, me fui directo a mi copia sin abrir de Commonwealth esa noche al volver a casa.